martes, 4 de junio de 2013

CAPITULO XXV / Sentencia y ejecución de Piar

 Diálogo impaciente entre Piar y el oficial de guardia Juan José Conde – Hincado recibe Piar la lectura de la sentencia – Trastrabilla  inmerso en el abismo de la pena - Confesión y oración – Cae con su vieja esclavina de soldado desgarrada por la muerte.

            Ya hemos dicho que el mismo día 15 de octubre, los miembros del Consejo de Guerra presidido por el Almirante Luis Brión, curazoleño igual que el procesado, acordaron por unanimidad condenar al General Manuel Piar a la pena máxima  por los crímenes  de inobediencia, sedición, conspiración y deserción y habiendo trascendido la noticia a los cuarteles, varios jefes y oficiales se acercaron hasta el Libertador  para opinar la inconveniencia de ejecutar esta sentencia públicamente, por el                                                                                                                               riesgo que había de una conmoción en el pueblo y ejército, seducidos en parte por  el pensamiento de Piar.  Pero el Libertador declaró que prefería correr el riesgo y cualquier otro antes que dar lugar a que una secreta ejecución se atribuyera a venganza suya, que la muerte de Piar era un sacrificio necesario que se hacía a la justicia y a la seguridad pública.  De manera que terminó confirmando la sentencia, y señaló para la ejecución el día siguiente a las 5 de la tarde y en presencia de todo el ejército.

            Pero a las cuatro de la tarde de ese día nada sabía o se hacía el que no sabía el entonces Capitán Juan José Conde, oficial de guardia y subalterno del enjuiciado General Manuel Piar, quien le preguntó al presentarse  a esa hora en su sitio de reclusión:

            -Capitán, qué ha sabido y opina  usted sobre mi causa, saldré bien o mal?

            -Nada mi General puedo opinar de ella por no estar instruido del proceso.

            -Ha recibido, usted, nuevas órdenes sobre la seguridad de mi persona, pues me parece haber oído reforzar la guardia.

            En efecto, así ocurrió, pero para no inquietarlo, el Capitán Juan José Conde le contestó:

            -Es sólo el relevo de un cabo y dos soldados que se hallan enfermos.

            Después de un breve mutismo.

            -Es insoportable el calor, hagamos una sangría –inquirió Piar cambiando de tema y el Capitán Conde se la preparó, la bebió y se acostó luego a dormir hasta las cinco y media en que le trajeron la comida.  Entonces el Capitán lo despertó y cuando estaban en la mesa Piar le preguntó:

            -¿Ha sabido usted si el Consejo ha terminado? 

            -No lo se porque nadie ha venido aquí.

            -¿Ni el Coronel Galindo?

            -Tampoco.

            -Estoy con un poco de cuidado.  Confío, sin embargo,  en Brión y también en Torres y Anzoátegui.  ¿No son ellos dos hechuras mías?  Su tío de usted me merece un buen concepto.  Galindo debe interesarse mucho en hacer valer su defensa; le nombré mi defensor porque es mi enemigo.  Usted sabe el motivo desde Upata.  Ha trabajado la defensa a medida de mi deseo, y se empeñará con el Jefe Supremo, que creo es su pariente para que no se la desairen.

            Piar casi nada comió, pues tomó solo tres tazas de café.  Como a las ocho de la noche le preguntó al Capitán si nada había sabido del resultado del Consejo, y al contestarle “no señor, nada se”, dijo:

            -¡Oh! Nada sabe usted, vaya, que es usted un excelente oficial de guardia; prepare usted otra sangría, que la hace perfectamente.

            El Capitán Conde la preparó y la tomaron juntos.  Se acostó en la hamaca y quedó en un profundo sueño sin despertar en toda la noche.  Como a las 10 vino el Comandante Diego Ibarra con la orden  que le comunicó al Capitán Conde y la advertencia de que debía responder con su vida de la seguridad del preso.

El Capitán le respondió:

            -Duerme tú, Diego, que yo vigilaré sobre los dos y por los dos.

            A las seis de la mañana se levantó Piar, y al sentirlo el Capitán paseándose entró a saludarlo y Piar lo recibió:

            -Buenos días Capitán Conde, ¿y no hacemos sangría?

            Mientras el Capitán la preparaba, Piar le preguntó otra vez por el Coronel Galindo extrañado no hubiera venido a instruirle de algo .  También quiso saber si el Consejo había terminado el día anterior y el Capitán le informó afirmativamente y que pronto vendrían a notificarle la sentencia, pero que ignoraba cuál fuese.

            -No creo que me fusilen, me expatriarán, harán más, me proscribirán, en fin, bebamos la sangría y sírvanos de refresco.

            El Capitán José Ignacio Pulido había llegado y el Capitán Conde le dijo se quedara  en el zaguán esperando que Piar terminara de consumir la sangría. Luego entró  y tras el saludo de rigor le manifestó que venía a instruirle de la sentencia por hallarse enfermo el Fiscal.

            -¿Es buena o adversa?

            -No es muy buena

            -Y cómo he de recibirla?

            -Hincado

            -¿Hincado? –interrogó al tiempo que se arrodillaba y el Capitán Conde le alargaba la mano, notando que su cuerpo estaba prendido y sobrecogido de una viva afectación.

            Al terminar la lectura de la sentencia, se levantó apoyado de la mano del Capitán Conde, y con una especie de frenesí comenzó a gritar por toda la sala ¡Inocente! ¡Inocente! ¡Inocente!  Se rasgó la camisa y arrojó la lente que usaba de costumbre al cuello.  Al arrojarse en seguida a la hamaca cayó en tierra.  El Capitán lo levantó y le dijo acomodándolo en la hamaca:

            -Qué es eso, General! ¿ha olvidado usted quién es?  El hombre ha nacido para morir sea cual fuere el modo que la suerte le depare.  Conformémonos pues.

            Piar cerró los ojos y quedó inmóvil como en una especie de sopor.  Después de media hora se levantó y me dijo:

            -Capitán Conde, no crea usted y aun manifieste a todo el que se lo pregunte, que eso que ha advertido usted en mi sea una debilidad.  No es cobardía, es solo efecto de lo que ha debido sufrir mi corazón al oír esa bárbara sentencia, porque nunca creí que mis compañeros me sentenciaran a muerte, tal vez por su error, y lo que es más, ejecutarme en esta plaza que yo mismo he contribuido tanto a libertarla ¿por qué no se me asesina secretamente?...Pero en fin...ya todo se acabó...Estoy resuelto a tragar la cicuta  Mándeme a llamar a Jorge Melean.

            El Capitán quiso antes entregarle la lente que había recogido del suelo, pero se negó a aceptarlo diciendo:

            -Quédese con él, Capitán, pues siendo usted medio ciego, podrá serle útil.

            Después de un corto paseo que dio por la sala, le dijo al Capitán:

            -Yo no estoy degradado y supuesto que es usted el oficial que ha de conducirme, ¿me permitirá mande yo la escolta que ha de ejecutarme?

            -No se si eso puede serme permitido.

            -Y ¿por qué no?  Solicítelo usted del Jefe Supremo.

            Así lo hizo el Capitán Juan José Conde, pero el General Anzoátegui y el Comandante Francisco Conde le hicieron saber que no debía permitírselo.

            Al ponerlo en conocimiento de esto e informarle que Jorge Melean no se hallaba en la ciudad, Piar le fijó la vista como espantado, desde la silla donde se hallaba sentado con la cabeza sobre el brazo derecho apoyado en la mesa  donde momentos antes habían colocado un Crucifijo de la Catedral.

            Creyendo que ya era el momento oportuno, el Capitán le preguntó si quería que le llamase algún sacerdote?

            -Déjese usted de eso ahora.

            Luego se levantó y fijos los ojos en el Crucifijo, exclamó:

            -Hombre salvador, esta tarde estaré contigo en tu mansión.  Ella es la de los justos.  Allá no hay intriga, no hay falsos amigos, no hay alevosos... A ti los judíos te crucificaron , tú mismo sabes por qué, y yo...y yo...por simplón voy a ser fusilado esta tarde.  Tu redimiste al hombre, y yo liberté a este pueblo ¡Qué contraste!

            Y dirigiéndose al Capitán, le dijo:

            -Capitán Conde, yo habré sido, no lo dudo, fuerte en reprender a mis subalternos; pero ¿cuál es el que mande que no tenga sus actos de arrebato?  Mas, en mi interior jamás he guardado ningún rencor, mi corazón nunca ha sido malo como los que me han vendido y condenado.  Yo los perdono, y también pido perdón a usted por las impertinencias que de mi haya sufrido.

            Traído el almuerzo, nada le apeteció.  Sólo de cuando en cuando pedía sangría.  Como a las once y media, tomando una esclavina que usaba, le dijo al Capitán:

            -No tengo un grande uniforme que ponerme para morir como Ney, pero me basta esta esclavina –y poniéndosela, preguntó: ¿Qué le parece, Capitán?

            -Déjese de eso por Dios, General.  Piense sólo en su alma.

            -Dice usted bien Conde, que venga el Provisor porque ese viejo me parece ser hombre de los más racionales de su oficio.

            Vino pronto el Prelado, lo confesó y se retiró meditando con la mano derecha en el pecho.  Piar, entonces, le encargó al Capitán le avisase cuando fuese la hora y éste a las cinco, le dijo:

            -Es la hora, General!

            Sin decir palabra, el General tomó el Crucifijo, se hincó, rezó y lo besó.  El Provisor que no se había ido lo acompañó hasta la puerta de la calle donde volvió a hincarse, oró de nuevo, entregó el Crucifijo y marchando sereno hacia la muerte pronunció su última frase:

            -¿Con que no me permiten mandar la escolta?

             Llegado al lugar indicado, al pie de la bandera del Batallón de Honor, oyó de nuevo la sentencia, pero esta vez con aire despreciativo, hundida de costumbre la mano en el bolsillo, moviendo el pie derecho y girando su mirada sobre el paisaje humano.

            El Capitán Conde trataba de colocarle una venda que arrebataba y lanzaba al suelo.  A la tercera vez, el General Manuel Piar no insistió sino que abrió su esclavina y el pelotón de fusileros pudo disparar directo al pecho descubierto.

En la plaza de Angostura, a 16 de octubre de 1917.-7º.-Yo el infrascrito Secretario, doy fe que en virtud de la sentencia de ser pasado por las armas, dada por el Consejo de Guerra, S. E. el Gral. Manuel Piar, y aprobada por S. E. el Jefe Supremo, se le condujo en buena custodia dicho día a la plaza de esta ciudad, en donde se hallaba el señor general Carlos Soublette, Juez Fiscal, de este proceso, y estaban formadas las tropas para la ejecución de la sentencia, y habiéndose publicado el bando por el señor Juez Fiscal, según previenen las ordenanzas, puesto el reo de rodillas delante de la bandera y leídosele por mí la sentencia en alta voz, se pasó por las armas a dicho señor General Manuel Piar, en cumplimiento de ella, a las 5 de la tarde del referido día; delante de cuyo cadáver desfilaron en columna las tropas que se hallaban presentes, y llevaron luego a enterrar al cementerio de esta ciudad donde queda enterrado; y para que conste por diligencia lo firmó dicho señor con el presente Secretario .--- Carlos Soublette.—Ante mí, J. Ignacio Pulido, Secretario.     

            Allí en la Plaza Mayor de Angostura sobre la tierra húmeda y musgosa de la tarde quedó tendido con todas sus cualidades y defectos el Héroe de Chirica, tal como lo describió después su oficial de guardia:   de regular estatura, ojos azules, barbilampiño, tez  rosada, imaginación e ingenio vivos.  Valiente y emprendedor, poco aplicado a la disciplina militar.  Fuerte en sus opiniones, en las que siempre quería prevalecer.  Los trasportes de su genio le hacían frecuentemente reprender con acrimonia, pero fácil luego en apaciguarse, llegando a veces hasta pedir perdón al subalterno a quien creyó ofender. Sincero, afable y cortés en sus modales.  Solía entretenerse con algunas obras de historia.  Era afortunado a la par que valiente y sólo una vez fue derrotado.

            El  “cementerio de esta ciudad” a que se refiere el acta de ejecución, era un sitio que más que cementerio propiamente concebido, parecía un corral cercado con “cardones de España”, muy verdes y prolijamente enrevesados.  Por eso el pueblo lo llamaba “Cementerio del cardonal”.

            

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